Por Maximiliano Borches. El fantasma de la derrota camina por las calles de Bruselas y Kiev tras el encuentro de casi tres horas mantenido por los presidentes de Rusia (Vladimir Putin) y Estados Unidos (Donald Trump) en Alaska. Si las condiciones por las cuales se negocia el fin del conflicto en Ucrania se llevan a cabo de manera directa entre Moscú y Washington, demuestra una vez más -como siempre sucede en la historia- que el curso de la guerra depende de quien cuenta con cuotas de poder real sobre el conflicto en ciernes y con la capacidad estratégica (tanto en recursos como en maniobrabilidad política) sobre la batalla en curso. En este escenario, el exhumorista Volodimir Zelenski, claramente no figura como decisor de peso.
La cumbre Putin-Trump realizada en la ciudad de Anchorage, actual estado de Alaska (y ex territorio ruso), no solo fue el primer encuentro entre dos de los tres principales líderes globales desde el año 2019; sino que viene a correr el velo a quienes todavía creían idílicamente en la posibilidad de una derrota militar y política de Moscú (entre ellos el lunático presidente argentino, Javier Milei, que dando muestras de su profunda torpeza y desconocimiento de caracterización del escenario global, habló por teléfono con el exactor ucraniano horas previas al principal encuentro internacional de la última década)
Peor aún, esos mismos sectores que analizan la política desde un extraño romanticismo, se autoconvencieron en estos últimos años de que Volodimir Zelenski se había convertido bajo las luces de los medios de comunicación europeos y estadounidenses en una especia de «paladín autónomo e independiente» que de manera racional (y con el auspicio occidental de borrar la masacre del Dombás perpetrada por tropas ucranianas durante ocho años, y que derivó en los acuerdos de Minsk) decidió confrontar el poder de una potencia nuclear para defender intereses estratégicos y geopolíticos de la alianza atlántica.
Las gélidas temperaturas de Alaska confirmaron -por un lado-, que Zelenski nunca fue protagonista ni decisor, sino apenas una marioneta política convenientemente utilizada por Occidente y con fecha de caducidad. Por otra lado, la cumbre Rusia-EEUU confirma con absoluta claridad quién es el actor que perdió la guerra (Ucrania), quién conservará la casi totalidad de los territorios ocupados/recuperados (Rusia) y cuál es el bloque militar derrotado (OTAN) que hoy debe aceptar todas las condiciones de las nuevas reglas de su miembro más importante (EEUU), urgido en estos nuevos tiempos políticos mundiales de concentrar con rapidez esfuerzos, dinero y recursos frente a un emergente (China), que se constituye como mucho más importante que los fantasmas agitados por el ego belicista de las potencias europeas.
Una vieja máxima de la política clásica afirma que «es preferible perder una guerra con las armas propias, antes que ganarla con las ajenas». La foto Putin-Trump sin Zelenski perfectamente puede añadir un nuevo fragmento: «peor aún si además perdés una guerra con armas y dinero ajenos». Zelenski no negocia porque, como referente de la derrota, no está (ni estará) en un lugar que le permita imponer condiciones de ningún tipo.
La historia solo reserva un lugar a quienes tienen el poder de imponer la capitulación y avanzar en duras condiciones sobre el derrotado (condición doblemente conocida por Alemania en el siglo XX). La historia hoy ha demostrado que el presidente ucraniano, cabeza de una inocultable derrota, endeudado y sin haber podido revertir el curso de la guerra pese a la formidable inyección de armas y fondos europeos y estadounidenses que inevitablemente devolverá con la entrega de sus estratégicos recursos naturales, ya no conserva siquiera el poder de utilizar su lapicera en los pactos que determinarán el reparto de Ucrania, como resultado de su innecesaria y temeraria aventura como cabeza de turco de intereses otanistas y que a lo sumo le esperará un oscuro exilio en el Reino Unido, potencia ocupante de las Islas Malvinas.