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Irán cruzó una línea roja, Israel obtuvo su primer triunfo al mostrase “invulnerable” y la Argentina debe mantenerse neutral

Por Maximiliano Borches. Con el masivo ataque lanzado por Teherán contra Israel, el Estado teocrático encabezado por los ayatolás cruzó la última línea roja que había en Medio Oriente, para disputar abiertamente la próxima hegemonía militar, económica y política de una de las regiones geopolíticas más conflictivas y de mayor importancia comercial del planeta. La contundente respuesta defensiva del Estado de Israel –con ayuda de sus socios EEUU, el Reino Unido y Jordania intercetó el 99% de los drones y misiles enemigos- vuelve a demostrar la gran capacidad tecnológica de uno de los estados más jóvenes del mundo que ni siquiera lleva un siglo de existencia, que en una primera instancia vuelve a plantearse como “país invulnerable”, logrando una apreciada y primera victoria simbólica que desdibuja el ataque iraní.

Aquel lejano sueño de ciertos sectores del progresismo ingenuo global, de que la “pandemia de covid-19 traería al mundo más lazos de solidaridad y encuentro” (como gustaba repetir, entre otros, a un presidente argentino reciente y rápidamente olvidado), se dio de bruces con la realidad encabezada por las principales potencias globales y las medianas, de disputar la nueva hegemonía global de las próximas décadas, y que como sucedió con la caída de Constantinopla en 1453, y la herencia de Bizancio recibida por Rusia para que se transforme en poderoso actor regional, los principales estados que le disputan a Occidente la supremacía estratégica, armamentística y económica, vienen marchando desde Oriente, particularmente de Asia. La poderosa –y aún hoy no expansiva en su totalidad- China encabeza esta etapa junto a otro eximperio que sueña con volver a serlo: Irán. Nunca mejor citada, hoy, aquella famosa frase de Antonio Gramsci que decía: «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos».

Lo cierto, es que el del domingo por la madrugada (hora israelí) fue el primer ataque directo del oscurantista estado teocrático contra Israel, desde la revolución de Jomeini en 1979, y pocas dudas caben que esta acción militar se llevó a cabo con los decisiva luz verde de  Beijing y Moscú.

Hasta ahora, el conflicto estaba encapsulado en la Franja de Gaza con los combates librados contra los terroristas del grupo Hamas, y comenzaba a tener ramificaciones en la frontera norte de Israel/sur del Líbano, con los ataques cada vez más frecuentes de la organización terrorista libanesa chiita “Hezbollah” (“Partido de Dios”) y los Hutíes en Yemen del Sur. No casualmente estas tres milicias son financiadas por Irán, y actúan en el terreno como brazo armado de ese país.

Al cierre de esta columna, el presidente estadounidense Joe Biden, se encuentra realizando ingentes esfuerzos para convencer al Primer Ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, de que se abstenga –al menos por ahora- de responder militarmente este ataque. En parte, porque una escalada bélica con enfrentamiento directo de estas dos potencias del Medio Oriente podría traer consecuencias imprevisibles y una gigantesca crisis económica global (solo un dato: el 25% del consumo mundial del petróleo pasa por el estrecho de Ormuz). Además, el próximo 5 de noviembre se realizarán las elecciones en Estados Unidos, y Biden no quiere sumarse a un conflicto que podría perjudicarlo directamente en las urnas, un ring donde se sube con por ahora escasas fuerzas para enfrentar a Donald Trump.

¿Y la Argentina de Milei, a quien se lo ve tan maravillado de intentar mantener relaciones carnales con EEUU e Israel –dos países que año tras año votan en contra de los derechos soberanos argentinos sobre las ocupadas por el Reino Unido, islas Malvinas, Georgias y Sandwich-, que debería hacer?: simplemente mantener la histórica neutralidad que caracteriza a las relaciones internacionales del Estado argentino, y no exponerse a consecuencias que no se podrán afrontar.

Foto de portada: Tsafrir Abayov (AP)

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